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Julia

Pequeños placeres

La verdad es que tampoco hay que exagerar, digo yo, y esperar tremendamente a que llegue ese fin de semana del relax total es un poco estúpido por mi parte, sobre todo (fíjate que se escribe separado, ¿eh?) teniendo en cuenta que las probabilidades de que ocurra son menos que cero.

Así que anoche me encontré con media hora ¿o más bien me la busqué? En fin, el caso es que después de cenar me lancé sobre la "deep cleansing emergency mask" y estaba en ello cuando me acordé de Valderio. (Ahora que lo pienso, esta crema tiene el efecto recurrente de que me hace acordarme de este hombre).

Pues resulta que a Valderio le gustaba exhibirse y en más de una ocasión nos lo encontrábamos Elena y yo casi como su madre lo trajo al mundo, coincidiendo, ¡oh, casualidades!, con que nosotras salíamos de la habitación y él salía del baño. Unas veces se anudaba una toalla minúscula a la cadera, otras andaba tan feliz por el pasillo con sus mini-calzoncillos y otras, en fin, dejaba la puerta de su cuarto como entreabierta justo cuando nosotras pasábamos. Entre risas y finjidas sorpresas, nuestro grito siempre era el mismo ¡¡¡VALDERIOOOOOOO!!! entonces él sonreía más, levantaba los brazos y hacía una exhibición de lo que a él debían parecerle músculos.

Lo de hacernos un peeling común fue idea suya una tarde, lluviosa y gris como tantas aquel año, en que Elena y yo estábamos muertas de aburrimiento. Yo aún no había descubierto el poder espiritualmente reconfortante de los potingues, pero Elena era toda un experta conocedora de la sección de cremas y afeites de Marks&Spencer. Así que cuando ella descubrió el frasquito rosa y estábamos a punto de proceder a su aplicación, quitándonos a codazos el sitio en el espejo, apareció Valderio con un bote más que grande y de mejor olor, por supuesto, invitándonos a compartirlo.

Nunca me lo he pasado mejor, cómo nos reimos. El ritual incluía música relajante (trasladamos el equipo de música a mi habitación), velas perfumadas y obligatoriamente el albornoz. Por turnos, nos embadurnó la cara con la pasta olorosa y nos obligó a tumbarnos una cada lado de él. Nos pedía una y otra vez que nos callásemos y cuanto más lo hacía más risas se nos escapaban.

Al final, si no recuerdo mal, nos echó de mi propia cama con absoluto desdén, ofendido, entre más risas, porque no le entendíamos. ¿Qué íbamos a entender si lo que nosotras queríamos era que dejara de llover para salir a la calle?

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